Por María Rosa Fogeler

En su despedida Ana Gorosito le dijo a sus hijos que en gran parte, su herencia sería que un día encontrarían a alguien a quien escucharían decir "Leopoldo me cambió la vida" y yo pensé que eso había ocurrido con la mía. Yo le decía que él me había sacado de la tarea de hacer el yoghurt y el pan casero, para introducirme nuevamente en la universidad. Conocí a Leopoldo en un cumpleaños infantil a fines de 1977. Estaba también Pipi Mayol, una amiga y en ese momento también vecinas. Ambas estábamos en plena etapa de crianza. Leopoldo nos convenció de iniciar la licenciatura en Antropología Social de reciente formación en la UNaM.

A pesar de nuestras responsabilidades, cursar la carrera fue una experiencia de estudio motivante, no sólo por el nivel de las exposiciones teóricas de los profesores titulares, sino también por el interés de profesores como Leopoldo, que con el fin de consolidar su inserción en la UNaM, realizaron un seguimiento de nuestros pasos, proporcionándonos explicaciones adicionales, sustento bibliográfico y facilitación de materiales de estudio. Luego de unos años, la experiencia se enriqueció con la posibilidad de participar en proyectos de investigación y realizar trabajos de campo en estudios rurales y urbanos. Todos éramos jóvenes y también tuvimos hermosas fiestas entre estudiantes y profesores incluyendo a nuestras respectivas familias. Valoro sumamente este ámbito de estudio. Una experiencia muy diferente a la que viví años antes cuando había sido estudiante de abogacía en la Universidad de La Plata Allí, la mayoría de los cientos de estudiantes en cada materia, dábamos exámenes en condición de libres, estudiando solos o con algún compañero/a y conocíamos a los titulares recién en las mesas de examen.

El trabajo del Dr. Leopoldo Bartolomé y sus compañeros de la Universidad de Buenos Aires en la Universidad de Misiones, contribuyó con un espacio académico de resistencia a la dictadura, en uno de los momentos más difíciles para las ciencias sociales en el país. Leopoldo propició la participación de la Universidad de Misiones en el Proyecto Hidroeléctrico Yacyretá concebido como un campo de acción y de investigación para la Antropología Social y el Trabajo Social y en la perspectiva también de gestionar mejores condiciones para la población desplazada.

Luego de un tiempo, la carrera cambió de escala, y el desafío fue la creación y valorización del posgrado en Antropología Social, actividad que sostuvo con enorme presencia hasta el final. Así como estaba en su oficina día y noche atendiendo a quien quisiera venir a plantear una historia, así también fue en su casa que hasta hace poco tiempo estaba abierta para quienes lo requerían y visitaban. Permaneció fielmente consecuente con sus proyectos académicos junto a sus colegas y acompañó el avance de las investigaciones antropológicas dentro y fuera del país, contribuyendo a jerarquizar a la Universidad de Misiones.

Leopoldo fue un hombre de bien, humilde, bueno, sagaz, inteligente, respetuoso de las diferencias y con un sentido del humor muy especial y sutil. Fue también un gran profesor que cultivaba los metálogos, los chistes y las anécdotas con un rigor lógico y una lucidez implacables para transmitir conocimientos y desarrollar la capacidad de observación de los patrones de pensamiento, acción y comportamiento. Cuando lo visitábamos podíamos apreciar su intenso trabajo de lector y la complejidad y profundidad de sus temas de interés también en otras ciencias.

Fue un querido amigo, profesor y vecino por más de 30 años. Yo lo despido también en nombre de mi familia, con infinito cariño y gratitud por su generosa entrega, su noble amistad y la enorme significación de su paso por nuestras vidas.

Por María Elena Elena Krautstofl

-Hola Leo cómo andás?

-Hola polaquita... y bien aquí estoy... ( y haciendo un gesto de "no puedo hacer otra cosa"). Aquí estaré hasta el final.

Final en el que todos estuvimos con gran congoja, la que no cesa. Ante cualquier recuerdo aparecen las lágrimas. Hace pocos días, en el trayecto de un viaje cercano, unas dos horas, tuve un tiempo conmigo misma mientras lo recordaba, fue mi amigo, la confianza se estableció desde siempre.

Fue un MAESTRO, sacaba de su chaleco (no usaba galera) lo que más le ocupaba en el momento, siempre desde un esoterismo que podía girar entre la ciencia y la magia, entre citas y amores platónicos, entre lo simple y lo complejo, siempre acorde a las circunstancias.

El impulso, porque también se manejaba por impulsos e intuiciones como cualquier humanamente humano, lo llevó a crear espacios de gran importancia académica a sabiendas de quiénes lo acompañaban, que de tan tesonero también supo seducir con argumentos intachables a quiénes lo podrían haber atendido con desconfianza. En ese campo del saber, a veces tan poco flexible y competitivo, desplegó un secreto manejo de las relaciones que lo hizo con fines precisos y claros: crear un estilo de hacer antropología, de pensar la antropología y también a fundar dos instancias de aprendizaje para aquellos ávidos de las ciencias sociales, la Licenciatura y el Postgrado en Antropología.

Sí, desde 1995 en Misiones tuvimos esa oportunidad. La Universidad Pública se vio enriquecida por un plantel docente de excelencia convocado por Leopoldo, que fortaleció el interés de los "curiosos" en las artes de la investigación social y cultural, política y económica, ecológica y física.

Cómo no dejar de recordarlo, cómo sostener la ausencia –la que para los que quedamos significa la muerte- de una presencia que delineó todo un estilo y una estética (concepto que a él le gustaba) en la que nos sentíamos contenidos y apreciados. La única respuesta que podría esbozar es la del compromiso en asumir la continuidad en el intercambio del Don y en la generosidad del dar y el recibir, tal como Leopoldo siempre lo hizo.

No me puedo despedir, sí puedo entender que ya partió, pero también me imagino que por donde ande, estará desojando margaritas "...me quiere, no me quiere, me quiere..." y tal vez pensando en los poemas que se quedó con ganas de escribir.

Por Omar Arach

Conocí a Leopoldo Bartolomé en 1996, cuando llegué como estudiante a la Maestría en Antropología Social que se había abierto bajo su inspiración el año anterior. Como tantos graduados recientes intentaba encontrar un rumbo para seguir en un país que parecía cerrar todas las puertas. En poco tiempo sentí que la vida volvía a tener movimiento y que la apuesta por la antropología, hecha algunos años atrás, podía quedar justificada.

Fue en una pequeña aula de esa casa un tanto añosa adaptada como espacio de enseñanza e investigación que encontré maestros que me guiaran por los arcanos del pensamiento social y amigos con los que compartir esa aventura. Y fue en ese lugar, en el curso de Antropología Ecológica que dictó Leopoldo ese mismo año, que encontré mi tema de estudio. Nunca voy a dejar de agradecer ese momento. Todavía creo que la mejor retribución que puede encontrar aquel que se dedica a estas cosas es descubrir un tema en el que pueda conjugar la búsqueda intelectual con las pasiones más intensas e inescrutables.

No me puedo vanagloriar y decir que fui su discípulo. No siento que él haya puesto un empeño especial en dejarme un legado. Y sin embargo, le debo las mejores enseñanzas que atesoro de aquel andar de aprendiz. Durante los años en que fue mi director de tesis (primero de maestría, luego de doctorado), fui descubriendo, a veces de manera algo fortuita, su producción: ese conjunto de hojas escritas que eran como el sedimento de un tiempo en que se había dedicado a reflexionar sistemáticamente sobre algo. Nunca dejé de admirar la escritura sencilla que parecía volver transparentes los fenómenos que trataba, la sutileza para moverse con afirmaciones categóricas sin ocluir la emergencia de lo singular e inesperado, la rara habilidad para considerar la parte y el todo al mismo tiempo. Con el tiempo mis preferencias me llevaron lejos de sus posiciones. Sin embargo, nunca dejé de considerarlo un maestro, ni de sentir de su parte un trato cariñoso hacia mi persona.

Tengo la impresión que Leopoldo encarnaba un ideal de antropología que había quedado definitivamente vedado para las generaciones venideras. Tenaz continuador del materialismo cultural, especialmente en su versión norteamericana, creía firmemente en la superioridad de las verdades científicas y en la responsabilidad de los científicos para ponerlas al servicio del bien social. Consecuentemente, fue un convencido desarrollista y se mantuvo leal a esa devoción hasta el final. Durante mucho tiempo pensé que era su deslumbrante inteligencia la que lo llevaba a reincidir en la "tentación fáustica" y confiar hasta la temeridad en la capacidad de los seres humanos para realizar grandes transformaciones y controlar sus consecuencias. Ahora, después de leer a Borges ("los artificios y el candor del hombre no tienen fin"), pienso que también había candor en esa humana pasión por los artificios y la tecnología.

Tal vez es el recuerdo de ese candor el que hace que, al escribir esta despedida, la última imagen que venga a mí no sea la de un libro, ni la de un conferencista. Lo que viene es su rostro saludando con expresión afable detrás de su escritorio en el PPAS. Sonriente (parafraseando a Neruda) como un gran oso de azúcar. Y me viene el recuerdo de las fiestas en su casa: ese pequeño refugio hecho de madera, música, libros, alfombras, artesanías e historias que había ido atesorando a lo largo de su vida de "extranjero profesional". Y ese patio de altas arboledas, de nocturnas flores tropicales, de interminables madrugadas en donde se tejían la amistad y al ensueño.

Así se queda en mi memoria, como el gran anfitrión que nos abrió las puertas a un mundo tumultuoso y maravillado que no dejamos de descubrir una y otra vez.

Hasta siempre, querido maestro. Gracias por todo.

Por Manuel Moreira

Fui invitado por Héctor Jaquet para escribir un recordatorio de homenaje a Leopoldo Bartolomé en la revista de la Secretaría de Investigación de la Facultad de Humanidades en formato electrónico. Acepté hacerlo porque de un modo u otro todos quienes participamos de un modo u otro en el Post-grado tenemos una deuda de gratitud con él y de respeto por sus valores como persona y docente.

Contar la vida de un gran hombre implica una tarea casi infinita. Describirlo, quizá permita mayores licencias, pero habría que establecer con arbitrariedad la época. Una opción diferente es la anécdota y también con ella podríamos evitar la banalidad del elogio exagerado y simplificar una cualidad admirable en la persona que evocamos.

Leopoldo se comunicaba siempre mediante el humor o alguna anécdota desopilante que explicaba con seriedad mientras agregaba variantes o también se incluía en el relato con semejanzas o dejaba librado el caso a la imaginación de su interlocutor. El humor era su camino predilecto para generar un encuentro amistoso.

Cuando se organizaba el primer curso de maestría me inscribí verbalmente y antes de presentar mis papeles tuve un grave accidente en la columna que me paralizó un brazo, además del dolor que era muy intenso. Bajo esas circunstancias decidí abandonar el plan de estudiar Antropología. Entonces venció el plazo estipulado y al día siguiente mientras me bañaba con todas las dificultades penosas y estrafalarias que significa hacerlo con una sola mano, suena el teléfono varias veces. La invalidez que padecía me impedía atenderlo rápidamente. Sin embargo, sonó con una larga y urgente estridencia, suficiente para que llegue al mismo y escuche con asombro la voz de la secretaria de Leopoldo. Me decía con tono apremiante que estaban esperando mis papeles. Le respondí que había desistido y el plazo estaba vencido. Entonces ella, con Leopoldo cerca –porque oía su voz-, me contestó que iban a esperarme, que el fin de semana podía pensar y el lunes presentarme, eximido del vencimiento. Agregó la voz –dirigida por un ventrílocuo susurrante- que no había términos, como en tribunales. Acentuó esta diferencia como una provocación. Esa nueva oportunidad me permitió examinar las posibilidades con más tiempo, cambiar la decisión y presentarme. Leopoldo me recibió exultante e hizo bromas y contó chistes sobre los abogados y antropólogos pensando en los plazos. En ese clima jocoso mencionó un proverbio: el hombre mide el tiempo y el tiempo mide al hombre. Con esa síntesis justificó su benevolencia. No importa si fue enigmático o clarividente, pero su gesto generoso y hasta intuitivo –porque ignoraba mi dolencia-, fue providencial y decisivo para que estudie Antropología Social y aunque aparezca como un episodio fortuito o caprichoso ponía en escena lo que hacía Leopoldo todos los días con muchos alumnos que lo consultaban, o en sus clases, o al alentar y entusiasmar a quienes participábamos de ese proyecto. Él era una especie de Aladino, pero sus lámparas eran alumnos indecisos, aturdidos, suplicantes o desorientados. Una charla con él bastaba para encontrar el rumbo, entusiasmarse nuevamente y seguir el camino correcto. Me gustaría recordarlo desde ese rol que cumplió siempre magníficamente, con mucha generosidad.

Por Andrea Mastrángelo

EXTRANJERO, ESCUCHA:
Encontrarás el vino a la izquierda de la puerta
y sobre la mesa, tú, convertido en peregrino,
provisiones para el viaje, algunas canciones,
algunos papeles imprescindibles y monedas de plata
para cerrar los ojos si quedaran ya para siempre
fijos en su rostro.

(Fragmento del poema Instrucciones de LJ Bartolomé (1965:17)

 

Leopoldo, escribió ese poema en 1964. Es ahora ese extranjero devenido peregrino. Él, Lou Reed y Marshall Berman, murieron el mismo año: 2013. Los 3 dejaron de respirar a poco de cumplir los 70 años. Yo puedo liar sus almas en una trama.

Leopoldo Bartolomé fue mi padre como antropóloga social. Un viejo oso de abadía, que mantenía la rebeldía de no usar trajes ni camisas. Hippie como un caleidoscopio, fue amigo de todas las personas que se le acercaron. Como Berman, y a diferencia de Benjamin, Leopoldo no se encerraba en laberintos, daba poco crédito a las interpretaciones apocalípticas y a la desesperación. El viaje del extranjero peregrino a la muerte es con música. Leopoldo, en paralelo con Lou Reed caminaba el lado salvaje por la vida por sensaciones propias: Maldiciones y rezos, yo he querido vivir, ahora// mis sueños me arrastran, tomándome de la cabeza dicen unos versos suyos (Bartolomé 1965:20). Pero también sorbía lo salvaje por la vida de los otros (su objeto de estudio). Los otros, tengo la sensación, le sonábamos en el oído del corazón ya que al transcribir o en los reencuentros podía dar cuenta nítidamente de los lazos entre sentimientos personales, formas sociales y etapas en la vida.

En 1974 Lou Reed editaba Rock and Roll Animal y Leopoldo, con 32 años saltaba por la ventana a su manera, creando una carrera de antropología social en el lugar donde nació (Posadas, Misiones). Como al héroe del rock, el coraje no se le acortó con los años: en 1995 fundó la maestría y en 2000 el doctorado en antropología en la misma UNAM (Universidad Nacional de Misiones, Argentina). Esa carrera de postgrado es hoy la única en la mejor categoría dentro del sistema de evaluación de postgrados universitarios del estado argentino.

Lo conocí personalmente en la entrevista de admisión a la maestría y desde entonces apoyó todas mis iniciativas académicas y personales. Incluso tener un hijo antes de presentar la tesis de maestría. Conmigo, como con todos lo que recurríamos a su Excelencia, el apoyo era el de un padre bueno: siempre palabras de aliento y ante el absurdo, recurrir a la ironía para provocar la risa. Por la infinita carrera de obstáculos que atravesé para escribir mi tesis de maestría, en el prólogo del libro me apodó la insumergible Molly Brown.

Leopoldo, es difícil tu lugar vacío. Te extrañamos. Pero como al principio son tus palabras el consuelo y el abrazo que alivia:

Y yo que de nuevo he comenzado a amar, sé
muy poco en realidad que aún no haya sido dicho
y mi secreto se funde como una cera virgen
al calor de los soles. Mudo estaré en las calles.

Fragmento del poema Canto del Basilisco de LJ Bartolomé (1965:27)

Referencias
Bartolomé, LJ 1965 El ojo del can. Losada. Buenos Aires

Por Marina Hlebovich
Secretaria Administrativa
2006-2011

En el 2005, después de haberme ausentado por dos años, volví a Misiones para retomar la carrera de Antropología. Fue como empezarla nuevamente, casi. Al mismo tiempo, buscaba trabajo y llegué al despacho de Leopoldo un poco temerosa a pesar de una recomendación. Me dijo que tenía un trabajo para mí, unos informes que debía traducir del inglés al castellano para un libro que estaba armando. Alentada por una amiga que era muy cercana a él, me hice cargo del trabajo. A pesar de que el texto no era complejo, yo estaba aterrada, sentía la responsabilidad de traducir sus palabras. Hoy creo que la traducción no le sirvió de mucho, era una excusa para darme trabajo e invitarme a participar de su proyecto de investigación. Pasado un tiempo, me ofreció ser su secretaria porque el puesto quedaba vacante. Me sentí muy honrada otra vez y lo acompañé cinco años. La pasamos muy bien, aunque hoy también sé que le encantaba cambiar de secretaria. Se quejaba un rato por el abandono, pero en el fondo sabía que iba a seducir a otra chica y eso lo entusiasmaba.
En esos cinco años, básicamente lo vi tratar con la gente. Recibía a todo el mundo con un ademán amable que realizaba con su mano izquierda. La tendía sobre su escritorio al encuentro de la mano del otro. Luego, se empujaba con la mano derecha hacia atrás, separándose de la mesita donde apoyaba su computadora y hacía que su vieja silla girara para ponerse de frente al recién llegado. A veces extendía ambas manos, para apretar las del convidado. En cambio, si el visitante era más cercano, no realizaba este movimiento, se quedaba quieto frente al monitor y dejaba que la persona atravesara la frontera del escritorio y se le acercara. Entonces, esperaba el beso en la frente o un abrazo. Hola Doc, Leo, Leoncio, Old Bear, Corazón, Papaleo, Dotor, Leopold, lo llamaban de distintas maneras.

Inmediatamente, me solicitaba que sirviera café. ¿Vos vas a tomar Luna? "No, ahora después", le contestaba. Es que todos los días bien temprano teníamos nuestro relajado ritual matinal: "tomábamos la leche", unas generosas tazas de café con varias cucharadas de edulcorante (ese, el más parecido al azúcar) y alguna dosis de harina. Si era verano no nos importaba el calor porque prendíamos el aire acondicionado. Estaba muy orgulloso de como enfriaba ese aparato. Luego, abría el diario y lo hojeaba lentamente. Yo disfrutaba en silencio. Muchas veces sentí que la vida me había llevado allí sólo para disfrutar de esos minutos. Levantaba la mirada, a veces comentaba algo (era fanático de las noticias absurdas) y cerraba el diario, yo levantaba las tazas y entonces sí comenzaba la jornada de trabajo.

En relación con su carrera, compartí momentos en los que comenzó a recibir muchos reconocimientos por su trayectoria. Todo eso lo ponía muy contento y, con una humildad más intensa que los galardones, me los comentaba. Como todos saben, Leo hizo cosas grandes y después las sostuvo todos los días, con buen humor. Casi no hablábamos de antropología, no era de lo que nos gustaba charlar.

El jueves pasado vino una tormenta de primavera, esas medio tornado. Se cortó la luz. Yo estaba en casa con mi pequeña hija. Busqué las velas porque a pesar de que era de día, la tarde estaba oscura. Sin pensar, me puse a marcar el número de su casa. Siempre nos llamábamos para saber si del otro lado de la ciudad, también estaba cortada la luz.

Por Natalia Otero C.

Eran las 9 de la noche del miércoles 23 cuando recibí la noticia de la partida de Leo, fue como una bofetada en seco que hizo que el pecho se me cerrara por el dolor de una pérdida que todavía no asimilo. Ese día y los siguientes pasaron por mi mente imágenes y sensaciones vinculadas a mi relación con él, un hombre conquistador, amable, dadivoso, visionario, divertido, un antropólogo excepcional y también imposible de convencer para que cambiara de opinión en ciertos momentos.

A Leo lo conocí por el año 94 en la Secretaría de Investigación cuando me acerqué a pedir información sobre la Maestría que estaba por iniciar al año siguiente. Para ese entonces, no me imaginaba que se iba a transformar en una persona muy importante en mi vida de inmigrante en Misiones. Durante el proceso de adaptación a Posadas, a la Maestría y a mi vida en pareja, siempre conté con su apoyo y disposición para hacer más llevadero el desarraigo. Así, tuve la oportunidad de presentarme a becas, de ser parte de sus equipos de investigación y colaborar en el dictado de sus cátedras. En su oficina, con una taza de café de por medio, escuchó mis inseguridades de estudiante de la Maestría, mis añoranzas de Colombia o los sentimientos profundos y bellos que me generó el ser madre. En estos espacios, a partir de ejemplos divertidos o crudos, él me enseñó cuestiones relacionadas con el quehacer antropológico y con la vida en general. Además, fue Leopoldo quien confió plenamente en un proyecto editorial pensado y diseñado junto con amigos y compañeros de la Maestría. Él no solamente dio su nombre para presentarlo al CONICET sino que siempre creyó en lo que estábamos haciendo y lo que podía generar para el Postgrado. Con él como director fue tomando forma y ocupando lugar en el ámbito académico la publicación que en sus comienzos se llamó El Visitante y la Guayaba y que luego adoptó el nombre de Avá por, entre otras cosas, las recomendaciones de Leo ya que consideraba que el primero era un nombre como para una novela del realismo mágico.

Hace 18 años que vivo en Posadas y en reiteradas oportunidades sentí su calidez y su ternura, no solo a través de los gestos o las palabras en encuentros cotidianos en el Postgrado sino también, en sus invitaciones a compartir diferentes momentos especiales, como sus cumpleaños. Él era un hombre que se brindaba completamente haciéndote participe de su gusto por la gastronomía, por el buen vino, y por la música. Tenía la particularidad de reunir en un solo lugar a personas diversas y de hacerlas sentir bien en su compañía a pesar de que en los últimos años su salud no era la misma.

Recuerdo con cariño sus historias, los apodos como el de negrita cumbanchera con el que solía saludarme cuando nos encontrábamos en su oficina y sus comentarios un poco subidos de tono que me hacían sonrojar, sin importar quien estuviera presente. Estos recuerdos son como cuadros diversos de una película en la que se muestra una relación construida en el tiempo, fortalecida por el respeto, la amistad y muchísimo afecto; una relación que pensé duraría más años. Imaginé que contaría siempre con sus palabras, con su presencia pero no fue así. Partió antes de lo esperado dejando en mí además de la tristeza y el dolor, la satisfacción y el agradecimiento por haberlo conocido y la convicción de que personas como él dejan huellas profundas e imborrables para toda la vida.

Por Brián Ferrero

Mi relación con Leopoldo ha sido sobre todo personal, mediada por la academia sí, pero básicamente ligada por el afecto; al igual que la relación que entabló con la mayor parte de quienes fueron sus alumnos, compañeros de trabajo. Lo conocí en mi ingreso al Programa de Posgrado que dirigía, pero rápidamente la relación se tornó de una amistad paternal, y con esto digo confidencial. Si bien durante años lo visité diariamente en su oficina del PPAS, los temas burocráticos y académicos ocupaban pocos minutos de las charlas, dejando lugar a anécdotas personales, las novedades en la teoría, incursiones en los pormenores cotidianos de la vida urbana, y sobre todo la puesta al día de las novedades familiares, esto último, a medida que pasaron los años fue ocupando un mayor lugar. Siempre café de por medio, alguna vez le dije que me sorprendía que no tomase mate viviendo en Misiones, su respuesta abundó sobre el buen café que se prepara en estas tierras.

Cuando comencé a abordar mi tesis de posgrado, charlando con Leopoldo, vi que los colonos misioneros le generaban una profunda fascinación, creí que era porque recientemente se publicaba en Argentina su libro "Los colonos de Apóstoles". Al conocerlo más me di cuenta que la mayor fascinación no era por el hecho de ser misioneros, Leopoldo no mostraba aprecio por el amor localista, telúrico. Sino que lo inquietaban los emprendedores, aquellos que iniciaban una empresa de la nada, aquellos que creaban en tierras hostiles. En cierta oportunidad me ofrecieron un lugar de trabajo en la Patagonia, lo primero que hice, fue consultarle a él si sería bueno marchar hacia el sur, su respuesta fue una pregunta -¿Hay antropología allá?–No. -Entonces tenés que ir, hay que fundar donde no hay nada. Si fuese vos me iría... además, lo que más me gusta son las montañas, el frío, la nieve.... –¿Pero y por qué te viniste a vivir a Misiones, donde todo eso tiende a escasear? -Porque acá no había antropología. Leopoldo confiaba en el desarrollo, en la fuerza del progreso.

Entre cafés, rodeado de las fotos que se acumulaban en las paredes de su oficina, me contó que siendo estudiante de física, cierto día, hojeando un libro con imágenes de la diversidad mundial de campesinos, le llamó poderosamente la atención que todos eran muy parecidos, que más allá de que el libro pretendía mostrar la diversidad de ropas, colores, paisajes, miradas, las similitudes predominaban. El hombre (y la mujer, agregaba con su ironía) es uno solo, y, desde este lugar, siempre lo pensó Leopoldo. La diversidad humana responde a unos pocos imperativos, dijo alguna vez en su oficina, criticando luego las tendencias al relativismo en que se sumergió la antropología durante décadas. En este sentido, él no fundó una antropología misionera, nada más lejos que eso. Hay ideas suyas que me siguen resonando, y seguramente lo seguirán haciendo por años. Un consejo que me dio cuando desconcertado regresé de la selva interior de Misiones, buscando la respuesta del maestro, me dijo que al abordar a una comunidad, las primeras preguntas no tienen que ser sobre la cultura local y aquello que la distingue, sino sobre qué nos dice esa sociedad acerca de la humanidad. En lo personal, esto me sirvió como mapa para calmar desalientos. Estoy convencido de que aquí radican algunos de sus principales aportes conceptuales y metodológicos, en proponer que la diversidad cultural tiende ocultar el hecho de que la antropología estudia al género humano. En particular, y sin entrar en detalle, él decía que es necesario comprender la adaptación al medio social y físico, la forma de satisfacer necesidades energéticas de toda sociedad y las consecuencias políticas que esto genera. En este sentido, Leopoldo dejó una deuda, puesto que más allá de su personalidad emprendedora, aún no se generó una línea de trabajo o escuela que lo sucedería en este tipo de análisis.

Por Carolina Diez

"Quien nombra, llama. Y alguien acude, sin cita previa, sin explicaciones, al lugar donde su nombre, dicho o pensado, lo está llamando.
Cuando eso ocurre, uno tiene el derecho de creer que nadie se va del todo
mientras no muera la palabra que llamando, lo trae".
Las palabras andantes.-Eduardo Galeano

Siempre será temprano y difícil lograr una secuencia lógica y organizada que incluya la pila de vivencias compartidas y el profundo agradecimiento para mi querido maestro, profesor, jefe, director, amigo, colega, padre postizo: Leo. La memoria sorprende y se aprende, es verdaderamente un ejercicio cotidiano. La única certeza -entre tanto misterio- es que te nombramos y nombraremos Leo, en cada anécdota y consejo recibidos.

Como dice Galeano, "nadie se va del todo cuando nombramos" ese es el motivo de este acto de reconocimiento. Tomo la palabra y subrayo que sobrevuela el sentimiento en este breve relato. Debo decir, además, que no es una tarea sencilla escribir hoy, atravesando la profunda tristeza.

Uno de los dones de "nuestro gurú", fue el de "consejero". También recuerdo que nos deleitaba cocinando "para la tribu" deliciosos platos (curanto, feijoada, locro, pucheros, pollo al disco, asaditos, etc.); sin embargo, creo que las fiestas y reuniones, eran también un lugar para contar anécdotas y brindar generosamente la palabra. Fui testigo de esa práctica cotidiana y he recibido en ramillete de consejos para la vida, muchos de ellos sobre el oficio del antropólogo que me transmitió con compromiso y dedicación.

Sus innumerables consejos estaban repletos de humor -ácido y atrevido- y particular realismo en los "rituales del cafecito". Mi maestro me enseñó la importancia de la palabra, de la palabra precisa y real "Sin rodeos hay que ir al punto, luego ves la forma de decirlo", me repetía. Me enseñó, además, a estar presente, pues sus llamados eran frecuentes, pero sobre todo a escuchar, porque Leo escuchaba atento a todas las personas que desfilaban diariamente por la oficina del PPAS. Siempre lo vi aconsejar y preocuparse no sólo por las "carreras" sino por las relaciones entre las personas y sus historias.

Leo fue un constructor, instituyó espacios, no sólo la creación de la carrera de Antropología Social en Misiones y el Postgrado, sino en el sentido de "abrir caminos" para muchos. Distintiva fue su pedagogía de la pregunta y la reflexión, claramente anti acumulativa del conocimiento. Una vez respondió a mi pregunta: "¿Qué hay que leer para la próxima clase? Y dijo: "Lee nuevamente el mismo texto y ahora pregúntate: ¿Por qué este hombre escribió esto?". No era necesario leer montañas de bibliografía. En cada una de las clases lograba derribar el sentido común más osificado, "nos volaba la cabeza" dejando entrever que el mundo social y cultural lo construimos, siempre había una parte para completar, nos hacía pensar como locos.

Paradójicamente decía que la antropología la estudió por la igualdad humana y no por la diferencia. Frase claramente provocadora. Una vez observando un álbum de fotografías de distintas culturas dijo que las poses frente a la cámara de cada uno de los personajes eran semejantes, las reacciones frente al retrato "No hay que encontrar diferencias, sino más bien las recurrencias" y agregaba el ejemplo de cuando fue a Mongolia. "El país se frenaba para ver una novela mexicana de Verónica Castro" algo que parecía tan distante, pero "Los temas que aborda: la desigualdad, la tragedia y el amor, son típicos".

Como hombre hacedor, hombre práctico y sobre todo generoso en la escucha, me enseñó a cuestionar lo evidente. En estos días recordé una libreta donde apuntaba algunas palabras, cuando nos sentábamos frente a frente, Leo con algunas frases iluminaba el pensamiento y rompía los esquemas. Podíamos discutir, debatir con fundamentos, no había que estar de acuerdo.

Sobre el trabajo de campo muchos fueron los consejos "la gente siempre quiere hablar de sus cosas". Pero "una de las cosas más importante es la observación" esa fue una de las tantas marcas. "Siempre la gente miente, todos mentimos, es importante la observación en una etnografía. ¿Viste como la gente le hace ropa a las cosas? Una vez fui a una casa en una chacra y todo tenía ropita, la garrafa del gas hasta la tetera, etc. etc. etc. a eso me refiero" "Mirar todo el tiempo, en distintos momentos" "Solo los postmodernos trabajan con entrevistas únicamente, y las inflan como globos", "Es importante escribir todo lo que viste".

En la escritura Leo era insistente "Tenés que ser más puntual" "Desde el principio, que la investigación, el informe diga y que se vea el punto del cual se está hablando" "Opta por oraciones cortas, párrafos breves, sin tantas oraciones subordinadas" "Hay que evitar en lo posible esas notas que me mandas en colores" "Uno tiene la tentación de estar escribiendo y reescribiendo todo el tiempo", "Hacé las cosas definitivas. Después hay tiempo de cambiarlas".

En relación a la tesis me dijo una vez "El problema del "marco teórico" no existe. Desde ese punto de vista, hay que animarse a crear categorías y analizar. Los capítulos de la tesis tienen que parecer una unidad interconectada, esa es la idea, pensalo así, eso te puede ayudar y aliviar" "A veces tener cosas escritas, eso también es un problema".

Fueron muchos los consejos sabios. El acompañamiento con las palabras de aliento "Vamos abejita industriosa" y confianza en cada uno de mis proyectos "Lo lograste Carola", "Todo va a salir bien". Siempre tenía una mirada sobre las cuestiones existenciales, sobre la vida, el misterio, la muerte, el amor, los proyectos, realmente no entran en el papel esos diálogos, pero una sonrisa y hasta carcajada aparece cuando recuerdo. Leo, esta letra se vuelve importante no por el contenido, sino porque te nombra.

Posdata: En el artículo en la revista desarrollo económico sobre "articulación social", Leo agregó al final, este dialogo entre Alicia y el gato:

Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?
-Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar - dijo el Gato.
-No me importa mucho el sitio... -dijo Alicia.
-Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes - dijo el Gato.
- ... siempre que llegue a alguna parte - añadió Alicia como explicación.
- ¡Oh, siempre llegarás a alguna parte - aseguró el Gato -, si caminas lo suficiente!

Por Brígida Renoldi

Leopoldo había alcanzado la antropología. Su mirada no era apenas funcional a su profesión. Era una mirada en la que se encontraban el deseo de comprender con el amor por esa especie que llamamos Hombre. "A mí no fue el exotismo lo que me llevó a la antropología... me atrajo lo que es igual", decía más o menos con estas palabras al explicar su perplejidad primera. En esta expresión resituaba la vieja discusión entre universalismo y relativismo desde otro lugar, donde lo igual podía ser diferente sin dejar de ser lo mismo, con otras vestimentas, habitando otros mundos.

Esta mirada también era minuciosa, era detallista, sutil. Reconocía las grandes cosas en las chiquitas. No por casualidad adoraba las miniaturas. Tal vez porque ellas conservaban el secreto de lo grande en la inocencia de sus tamaños. Quizás era un poco así también que él nos veía, fuéramos investigadores, polacos o relocalizados... como pequeñas expresiones de lo grande que en nuestros detalles haríamos el todo. Un antropólogo es algo así como un médico generalista, decía. Al poner en relación todas las partes vitales comprenderíamos a la gente en sus medios, con sus motivaciones, sus sueños, sus miserias y egoísmos.

A veces hay que hacer algo no del todo bueno para hacer algo bueno, le escuché decir en algunas ocasiones... no para justificar, sino para dimensionar lo posible y evaluar los costos y las conquistas. La acción humana era para él una mezcla de condiciones, intenciones, deseos y circunstancias. Jamás concibió la arbitrariedad de la acción humana y siempre se esforzó por desmontar su apariencia a través de la reconexión entre todo aquello que observaba. Por eso lo llamábamos el gurú de la antropología.

En su minimalismo, una frase podía rehacer el camino de alguien. Lo buscábamos para hablar de nuestro trabajo, y él nos iba revelando cuánto el trabajo estaba tejido con nuestras vidas... por eso se fue haciendo amigo de muchos de nosotros. Leo tenía la sensibilidad de un niño, la sabiduría de un anciano, la frescura de un joven, la ilusión de un adolescente. Tenía la fuerza de un león y la suavidad de un pajarito. En sus medidas justas Leo nos dio todo. Por ser él y darnos la oportunidad de ser con él, conservaremos su grandeza en cada gesto nuestro que refleje sus enseñanzas, su lucidez, su amor y sus cuidados.

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