Por Natalia Otero C.
Eran las 9 de la noche del miércoles 23 cuando recibí la noticia de la partida de Leo, fue como una bofetada en seco que hizo que el pecho se me cerrara por el dolor de una pérdida que todavía no asimilo. Ese día y los siguientes pasaron por mi mente imágenes y sensaciones vinculadas a mi relación con él, un hombre conquistador, amable, dadivoso, visionario, divertido, un antropólogo excepcional y también imposible de convencer para que cambiara de opinión en ciertos momentos.
A Leo lo conocí por el año 94 en la Secretaría de Investigación cuando me acerqué a pedir información sobre la Maestría que estaba por iniciar al año siguiente. Para ese entonces, no me imaginaba que se iba a transformar en una persona muy importante en mi vida de inmigrante en Misiones. Durante el proceso de adaptación a Posadas, a la Maestría y a mi vida en pareja, siempre conté con su apoyo y disposición para hacer más llevadero el desarraigo. Así, tuve la oportunidad de presentarme a becas, de ser parte de sus equipos de investigación y colaborar en el dictado de sus cátedras. En su oficina, con una taza de café de por medio, escuchó mis inseguridades de estudiante de la Maestría, mis añoranzas de Colombia o los sentimientos profundos y bellos que me generó el ser madre. En estos espacios, a partir de ejemplos divertidos o crudos, él me enseñó cuestiones relacionadas con el quehacer antropológico y con la vida en general. Además, fue Leopoldo quien confió plenamente en un proyecto editorial pensado y diseñado junto con amigos y compañeros de la Maestría. Él no solamente dio su nombre para presentarlo al CONICET sino que siempre creyó en lo que estábamos haciendo y lo que podía generar para el Postgrado. Con él como director fue tomando forma y ocupando lugar en el ámbito académico la publicación que en sus comienzos se llamó El Visitante y la Guayaba y que luego adoptó el nombre de Avá por, entre otras cosas, las recomendaciones de Leo ya que consideraba que el primero era un nombre como para una novela del realismo mágico.
Hace 18 años que vivo en Posadas y en reiteradas oportunidades sentí su calidez y su ternura, no solo a través de los gestos o las palabras en encuentros cotidianos en el Postgrado sino también, en sus invitaciones a compartir diferentes momentos especiales, como sus cumpleaños. Él era un hombre que se brindaba completamente haciéndote participe de su gusto por la gastronomía, por el buen vino, y por la música. Tenía la particularidad de reunir en un solo lugar a personas diversas y de hacerlas sentir bien en su compañía a pesar de que en los últimos años su salud no era la misma.
Recuerdo con cariño sus historias, los apodos como el de negrita cumbanchera con el que solía saludarme cuando nos encontrábamos en su oficina y sus comentarios un poco subidos de tono que me hacían sonrojar, sin importar quien estuviera presente. Estos recuerdos son como cuadros diversos de una película en la que se muestra una relación construida en el tiempo, fortalecida por el respeto, la amistad y muchísimo afecto; una relación que pensé duraría más años. Imaginé que contaría siempre con sus palabras, con su presencia pero no fue así. Partió antes de lo esperado dejando en mí además de la tristeza y el dolor, la satisfacción y el agradecimiento por haberlo conocido y la convicción de que personas como él dejan huellas profundas e imborrables para toda la vida.