Por Manuel Moreira
Fui invitado por Héctor Jaquet para escribir un recordatorio de homenaje a Leopoldo Bartolomé en la revista de la Secretaría de Investigación de la Facultad de Humanidades en formato electrónico. Acepté hacerlo porque de un modo u otro todos quienes participamos de un modo u otro en el Post-grado tenemos una deuda de gratitud con él y de respeto por sus valores como persona y docente.
Contar la vida de un gran hombre implica una tarea casi infinita. Describirlo, quizá permita mayores licencias, pero habría que establecer con arbitrariedad la época. Una opción diferente es la anécdota y también con ella podríamos evitar la banalidad del elogio exagerado y simplificar una cualidad admirable en la persona que evocamos.
Leopoldo se comunicaba siempre mediante el humor o alguna anécdota desopilante que explicaba con seriedad mientras agregaba variantes o también se incluía en el relato con semejanzas o dejaba librado el caso a la imaginación de su interlocutor. El humor era su camino predilecto para generar un encuentro amistoso.
Cuando se organizaba el primer curso de maestría me inscribí verbalmente y antes de presentar mis papeles tuve un grave accidente en la columna que me paralizó un brazo, además del dolor que era muy intenso. Bajo esas circunstancias decidí abandonar el plan de estudiar Antropología. Entonces venció el plazo estipulado y al día siguiente mientras me bañaba con todas las dificultades penosas y estrafalarias que significa hacerlo con una sola mano, suena el teléfono varias veces. La invalidez que padecía me impedía atenderlo rápidamente. Sin embargo, sonó con una larga y urgente estridencia, suficiente para que llegue al mismo y escuche con asombro la voz de la secretaria de Leopoldo. Me decía con tono apremiante que estaban esperando mis papeles. Le respondí que había desistido y el plazo estaba vencido. Entonces ella, con Leopoldo cerca –porque oía su voz-, me contestó que iban a esperarme, que el fin de semana podía pensar y el lunes presentarme, eximido del vencimiento. Agregó la voz –dirigida por un ventrílocuo susurrante- que no había términos, como en tribunales. Acentuó esta diferencia como una provocación. Esa nueva oportunidad me permitió examinar las posibilidades con más tiempo, cambiar la decisión y presentarme. Leopoldo me recibió exultante e hizo bromas y contó chistes sobre los abogados y antropólogos pensando en los plazos. En ese clima jocoso mencionó un proverbio: el hombre mide el tiempo y el tiempo mide al hombre. Con esa síntesis justificó su benevolencia. No importa si fue enigmático o clarividente, pero su gesto generoso y hasta intuitivo –porque ignoraba mi dolencia-, fue providencial y decisivo para que estudie Antropología Social y aunque aparezca como un episodio fortuito o caprichoso ponía en escena lo que hacía Leopoldo todos los días con muchos alumnos que lo consultaban, o en sus clases, o al alentar y entusiasmar a quienes participábamos de ese proyecto. Él era una especie de Aladino, pero sus lámparas eran alumnos indecisos, aturdidos, suplicantes o desorientados. Una charla con él bastaba para encontrar el rumbo, entusiasmarse nuevamente y seguir el camino correcto. Me gustaría recordarlo desde ese rol que cumplió siempre magníficamente, con mucha generosidad.