“El gran anfitrión”

Por Omar Arach

Conocí a Leopoldo Bartolomé en 1996, cuando llegué como estudiante a la Maestría en Antropología Social que se había abierto bajo su inspiración el año anterior. Como tantos graduados recientes intentaba encontrar un rumbo para seguir en un país que parecía cerrar todas las puertas. En poco tiempo sentí que la vida volvía a tener movimiento y que la apuesta por la antropología, hecha algunos años atrás, podía quedar justificada.

Fue en una pequeña aula de esa casa un tanto añosa adaptada como espacio de enseñanza e investigación que encontré maestros que me guiaran por los arcanos del pensamiento social y amigos con los que compartir esa aventura. Y fue en ese lugar, en el curso de Antropología Ecológica que dictó Leopoldo ese mismo año, que encontré mi tema de estudio. Nunca voy a dejar de agradecer ese momento. Todavía creo que la mejor retribución que puede encontrar aquel que se dedica a estas cosas es descubrir un tema en el que pueda conjugar la búsqueda intelectual con las pasiones más intensas e inescrutables.

No me puedo vanagloriar y decir que fui su discípulo. No siento que él haya puesto un empeño especial en dejarme un legado. Y sin embargo, le debo las mejores enseñanzas que atesoro de aquel andar de aprendiz. Durante los años en que fue mi director de tesis (primero de maestría, luego de doctorado), fui descubriendo, a veces de manera algo fortuita, su producción: ese conjunto de hojas escritas que eran como el sedimento de un tiempo en que se había dedicado a reflexionar sistemáticamente sobre algo. Nunca dejé de admirar la escritura sencilla que parecía volver transparentes los fenómenos que trataba, la sutileza para moverse con afirmaciones categóricas sin ocluir la emergencia de lo singular e inesperado, la rara habilidad para considerar la parte y el todo al mismo tiempo. Con el tiempo mis preferencias me llevaron lejos de sus posiciones. Sin embargo, nunca dejé de considerarlo un maestro, ni de sentir de su parte un trato cariñoso hacia mi persona.

Tengo la impresión que Leopoldo encarnaba un ideal de antropología que había quedado definitivamente vedado para las generaciones venideras. Tenaz continuador del materialismo cultural, especialmente en su versión norteamericana, creía firmemente en la superioridad de las verdades científicas y en la responsabilidad de los científicos para ponerlas al servicio del bien social. Consecuentemente, fue un convencido desarrollista y se mantuvo leal a esa devoción hasta el final. Durante mucho tiempo pensé que era su deslumbrante inteligencia la que lo llevaba a reincidir en la "tentación fáustica" y confiar hasta la temeridad en la capacidad de los seres humanos para realizar grandes transformaciones y controlar sus consecuencias. Ahora, después de leer a Borges ("los artificios y el candor del hombre no tienen fin"), pienso que también había candor en esa humana pasión por los artificios y la tecnología.

Tal vez es el recuerdo de ese candor el que hace que, al escribir esta despedida, la última imagen que venga a mí no sea la de un libro, ni la de un conferencista. Lo que viene es su rostro saludando con expresión afable detrás de su escritorio en el PPAS. Sonriente (parafraseando a Neruda) como un gran oso de azúcar. Y me viene el recuerdo de las fiestas en su casa: ese pequeño refugio hecho de madera, música, libros, alfombras, artesanías e historias que había ido atesorando a lo largo de su vida de "extranjero profesional". Y ese patio de altas arboledas, de nocturnas flores tropicales, de interminables madrugadas en donde se tejían la amistad y al ensueño.

Así se queda en mi memoria, como el gran anfitrión que nos abrió las puertas a un mundo tumultuoso y maravillado que no dejamos de descubrir una y otra vez.

Hasta siempre, querido maestro. Gracias por todo.

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