En plena algarabía tecnológica, con dejos intempestivos, eufóricos y sorprendentes, nuestros desempeños cotidianos se van modificando hasta volverse casi irreconocibles o al menos un poco extraños para los sobrevivientes del siglo pasado. Me parece atinado presentar pruebas fehacientes al respecto: por ejemplo, la pretérita sensación de “espera de una carta” ha quedado sepultada por completo en el fárrago vertiginoso y abrumador de correos electrónicos y parloteos vocingleros de Twits, WhatsApp, Instagram, Facebook, etc. (nótese la arrolladora catarata de palabras en inglés incorporadas “naturalmente” a nuestro lenguaje coloquial). En efecto, un poderoso alud de instantáneas correspondencias, envíos e intercambios urgentes han devastado las condiciones simbólicas de aquella espera epistolar. En realidad, toda espera ha modificado sus alcances y significaciones, hasta la espera de un/a hijo/a, ha olvidado el extendido clima de suspenso y conjeturas sobre el sexo, ahora se presenta de inmediato en la pantalla como personaje de ciencia-ficción. Visibilidad y transparencia, dos valores absolutos de las sociedades cibernéticas que difuminan encantos y tensiones del misterio y el secreto.