Vivir para narrarlo. Homenaje a Robin Wood

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Cuando pienso en Robin Wood, la primera imagen que se me viene a la mente es la de Don Beñacar, el canillita de mi pueblo, llegando a casa un día de lluvia torrencial -nunca sabré cuál era su magia para que con sus simples plásticos no se mojara la mercadería- con una edición del diario El Territorio que tenía algo llamativo: hojas coloridas que contrastaban con el blanco y negro (siempre listos para manchar los dedos) del matutino misionero. Ahí estaba el compilado El Mundo de la Historieta, con varias de las aventuras ya publicadas por la “editorial de la palomita”, pero que eran totalmente nuevas para mí. Papá, como mucha gente de su generación, había vivido el resurgimiento de la historieta de aventuras en la Argentina desde fines de los años ‘60, en el que millones de ejemplares de Editorial Columba se vendían en los quioscos de revistas. Él ya conocía y estimaba a esos personajes que aparecieron esa mañana junto al diario y me los recomendó entusiasmado, mientras hojeaba el número y me hablaba sobre la vida de su guionista, alguien que era oriundo de un lugar muy cercano, Paraguay, pero que entonces recorría el mundo con su escritura. Esto ocurrió a inicios de los ‘90, y yo estaba en segundo grado de la escuela primaria por lo cual, ergo, algo ya podía leer: empecé a recorrer las páginas y quedé atrapado al instante por esas historias mucho más serias que las tiras infantiles que entonces llegaban a mis manos. Dicho recuerdo es imborrable como el aroma de ese papel impreso con tintas chillonas y desparejas.

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